“¿Dónde va Vicente?... Donde va la gente”. Hace referencia el refrán castellano al gregarismo de aquellos que prefieren la imitación mecánica de lo que otros dicen a actuar con criterio propio. Salvadas las distancias, el chascarrillo rememora la vieja dualidad entre ciudadanos y súbditos. Si éstos últimos eran considerados como individuos sometidos a la autoridad real en el Antiguo Régimen, la ciudadanía se configuró como la condición de pertenencia y participación en el Estado moderno. Más allá de su plasmación en el derecho positivo de las democracias contemporáneas de masas, la ciudadanía implica a un conjunto de prácticas y usos sociales que otorga la cualidad de sujetos activos a las personas en su comunidad de referencia. El proceso de modernización comportó, en suma, el paso de los criterios de adscripción a los criterios de logro favorecedores de la movilidad y el albedrío. ¿Y los clones sociales?
Tomo prestado de mi colega --y sin embargo amigo-- Emilio Muñoz, ex presidente de mi institución científica (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), el concepto de clonación social. Lo utilizo como alegoría para llamar la atención del lector respecto a la adaptación evolutiva de nuestro medio societario. Es decir, debe entenderse como marco de análisis del proceso generador de ciudadanos duplicados, pasivos y repetitivos. Apunta Muñoz que los comportamientos gregarios presentes en la clonación social de nuestro mundo actual son inducidos, principalmente, por el dinero como valor determinante de nuestras relaciones sociales y del uso desaforado y perverso de la mercadotecnia global. “Tanto ganas, tanto vales “, es el programa de vida inspirador de un individualismo posesivo reforzado con la exposición narcisista virtual tan en boga en nuestros días. Las nuevas tecnologías comunicacionales no hacen sino potenciar una tendencia perseguida por el pensamiento único y el “espejismo de la riqueza” de vocación globalizadora.
Para Muñoz es más fácil conseguir la clonación social de los individuos que la propiamente biológica. Se recordará el gran impacto mediático que supuso en 1996 la clonación en el mundo animal de la oveja Dolly, gestada por los investigadores Ian Wilmut y Keith Campbell del Instituto Roslin de la Universidad de Edimburgo. Para los clones sociales, los usos y el capital relacional de las personas se convertirían en guías de un comportamiento predeterminado. Como si de un “mundo feliz” se tratase, la clonación social asexuada apuntaría a la distopía apuntada por la famosa novela de Aldous Huxley (Brave New World, 1932), y en la que los nuevos súbditos clonados son felices a costa de haber eliminado el arte, la diversidad cultural o el conocimiento. Respecto a éste último y en tono provocador, Muñoz hace referencia al desinterés en España por el conocimiento aludiendo a una vieja viñeta de El Roto: “En España no hace falta conocimiento, basta con tener un conocido”. Así, prosigue Muñoz, la envidia cainita hacia el que trabaja; la amnesia histórica; la votación con frecuencia mayoritaria a políticos y alcaldes imputados o condenados por corrupción; el escaso interés por los problemas ambientales, o el abominable recurso a la ética como coartada, son ejemplos en España de un entorno de sociabilidad de baja calidad y poco proclive a la racionalidad científica. Pese a tales imponderables para la extinción idiosincrática española, no todo está perdido en la “piel de toro”, como muchos aventuran también con relación a la madre Europa y su civilización de la que forma parte.
El retorno de los vaticinios sobre el destino de la civilización ‘fáustica’ europea se ha intensificado después de las últimas convulsiones económicas mundiales. Ya en 1918, y con la edición del primer volumen de La decadencia de Occidente, el historiador Osvaldo Spengler apuntaba que la epopeya de la modernidad europea se saldaría con su muerte segura e inapelable, resultando inútil negar sus propios límites históricos. Reafirmaba Spengler, de tal manera, el axioma de que todas las civilizaciones son transitorias y auguraba que la cultura occidental se hallaba en la última etapa de las cuatro que había teorizado sobre las culturas como ciclos vitales: juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. Aseveraba, asimismo, que la democracia era un interludio entre monarquía absoluta y nuevo imperio, al modo este último a como lo visionó el fascismo mussoliniano. Por fortuna, el pensador alemán erró clamorosamente en su prognosis. El también filósofo de la historia, Arnold J. Toynbee, incidió análogamente en la teoría cíclica sobre el desarrollo de las civilizaciones en su vasta obra, Estudio de la Historia. Pero puntualizó que una civilización como la europea sólo decaería como consecuencia de su incapacidad para enfrentarse a los retos que confrontaría en el futuro. Para Toynbee la pasión por el conocimiento y el impulso creador de la civilización europea habían sido en el pasado recursos decisivos para adaptarse al curso evolutivo de la historia. Ahora los retos de futuro se han transmutado en urgencias con la irrupción del crack financiero de 2007-08. La impotencia por la institucionalización de un auténtico gobierno europeo se ha reflejado en el drama --¿inacabado?-- de la crisis griega y su deuda impagable.
El rasgo cualitativo de la civilización europea ha sido la promoción de la ciudadanía --civil, económica, política y social-- como santo y seña de su propia supervivencia. Alternativamente, y en razón a otra acepción retórica de lo “fáustico”, Europa bien podría ser tentada a “vender” su alma libre, fraternal y solidaria en pos de adquirir una nueva vida para disfrutar de los placeres prometidos por el modelo del neoliberalismo de corte anglo-norteamericano. Este modelo, en realidad, no es foráneo en su génesis conceptual al pensamiento europeo y occidental. Tal circunstancia refuerza persuasivamente el poder glamuroso extendido entre amplios sectores de clones sociales. Aunque esos colectivos descubren más temprano que tarde el efecto adormidera e irreal del consumo suntuario, la ideología neoliberal se mantiene resiliente y hegemónica. Ello nos emplaza a una futura reflexión a la vuelta del verano. Que ustedes lo disfruten.
Luis Moreno
Profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos
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